La emoción nos invade, nos atrapa, nos sobreviene. Es una reacción física, biológica, una respuesta del organismo que escapa de nuestra voluntad. La emoción es corta, incontrolable y contagiosa.
Seis son las emociones básicas: alegría, tristeza, sorpresa, amor, ira y miedo. Cada una de ellas nos predispone para una acción concreta.
El miedo nos paraliza o nos hace huir: pone de relieve la angustia ante algo que percibimos como una amenaza.
Norberto Levy, renombrado psicoterapeuta argentino en su libro “La sabiduría de las emociones” (1999) escribe que “el miedo es una señal que indica que existe una desproporción entre la magnitud de la amenaza a la que nos enfrentamos y los recursos que tenemos para resolverla”.
El miedo constituye una valiosa señal de alarma, nos avisa de que hay algo que percibimos como un peligro. En ese sentido, el miedo no es el problema, pero indica que hay uno. Cómo nos enfrentemos a ese problema dependerá de nosotros.
El miedo al fracaso nos impide tomar riesgos y aventurarnos. ¿Y si esa empresa hubiese sido exitosa?
El miedo a ser rechazados nos impide ofrecernos y que los demás obtengan algo de nosotros. ¿Y si alguien hubiese ganado con lo que podíamos ofrecer?
El miedo al ridículo impide a los demás conocer nuestras opiniones. ¿Y si mi opinión hubiese aportado un punto de vista distinto y útil para llegar a una solución?
El miedo a lo desconocido nos impide conocer nuevas formas de vivir, nuevos sitios, nuevas personas, tener nuevas experiencias. ¿Y si hubiésemos ganado algo con ir allí?
No podemos evitar sentir miedo. Sí podemos aprender a gestionarlo.
Si lo tomamos como ese evaluador interno que nos avisa de la desproporción entre lo que percibimos como una amenaza y nuestros recursos, podremos tener una actitud que nos permita aliarnos con él y de todos modos emprender nuevas acciones.
El primer paso para aliarnos con nuestro miedo es reconocerlo, darnos cuenta de que sentimos miedo, distinguir la emoción, verbalizarla y escuchar qué nos está diciendo.